jueves, 10 de junio de 2010

Los tres caminos

Después del positivismo, mezcla ingenua de romanticismo y racionalismo, hubo un nuevo florecimiento romántico. El romanticismo llevado a sus últimas consecuencias se convirtió en pragmatismo: lo que importaba era la perfección del hombre y todo lo que sirviera para ello debía ser usado, inclusas las ideas, inclusa la verdad, inclusa la mentira. Aparece entonces, una estimación de las ideas no como tales ideas, sino como instrumentos de poder.

Últimos frutos del romanticismo son también los filósofos que habiendo perdido su confianza en la inteligencia, buscan soluciones por otros caminos, por sendas irracionales. Son los renegados de la inteligencia.

Algunos entre ellos han seguido el vivo ejemplo de Pascal, canto del cisne del racionalismo. Han escuchado las enseñanzas de los místicos, que los racionalistas nunca quisieron escuchar. Y confían en un empirismo absoluto, no contaminado por la inteligencia; un empirismo que los lleve hasta el centro mismo del Ser, una especie de visión si comprensión, ya que el máximo defecto del empirismo moderno fue el querer comprender y explicar más de lo que debía, en suma: una docta ignorancia.

Esa sabiduría mística es una acentuación mayúscula del conocimiento intuitivo, del conocimiento por presencia, y es la afirmación de un conocimiento tan absoluto, tan vehemente, que lleva al aniquilamiento. Mientras el conocer intelectual es una conversión del objeto en términos del sujeto, el empirismo absoluto es identificación del sujeto con el objeto y, en cierta manera, conversión del sujeto en objeto. “Yo soy Dios”, suelen decir los místicos.

La visión mística no fue del todo ajena a algunos racionalistas. La negación seria malintencionada: allí esta el ejemplo de Espinosa. Del mismo modo, la especulación racional tampoco es del todo ajena a los místicos, inquietos, impotentes, trágicos, rabiosos por querer organizar en sistema, y transmitirnos, su sabiduría.

Por extravagantes que parezcan quedan, sin embargo, quienes no han perdido su fe en las ideas; quienes lo cultivan cuidadosamente en el fondo de las universalidades; quienes gustan las ideas en si mismas, con renovado ardor racionalista; quienes gustan detenerse en las ideas, en sabia y ociosa contemplación; quienes buscan nuevos métodos racionales, mas perfectos y menos limitados; quienes ya lo han encontrado.

De todas maneras el nuevo método debe estimar por igual los dos momentos distintos y en nada opuestos de la inteligencia: la intuición y la dialéctica. Los racionalistas modernos no ignoraban ese doble aspecto de la inteligencia. La mejor prueba es la fabulosa cantidad de evidencias que pone por debajo y por encima toda la filosofía racional. Pero el racionalismo acentuó el momento dialéctico; le ingreso, más que el modo en que las ideas se hacen presentes, la manera de relacionarlas: el paso de una a otra según rigor lógico. Yo me imagino a los racionalistas antiguos bailando de alegría por haber descubierto la necesidad de las leyes lógicas. Pero, con la misma facilidad con que manejaban sus intuiciones, los racionalistas se olvidaban de ellas. Contra esa imperfección del racionalismo van los nuevos racionalistas: son mas cautos, pero tan entusiastas, como los anteriores. Esperemos que su optimismo no los lleve a la falsificación, por justificar el optimismo.

Hay una tercera posición espiritual, absurda, contradictoria, pero sinceramente vivida: la de quienes habiendo perdido la fe en la inteligencia, siguen enamorados de ella. Sabedores de la oculta traición, son los verdaderos enamorados de la inteligencia. Porque no es difícil enamorarse de algo como cuando los racionalistas de engaña uno sobre la condición o los limites del objeto amado. Pero otra cosa es un amor sin esperanza. Quien va a la inteligencia de ese modo conoce bien sus artes de sirena. Y va con todo.

Estos intelectuales llevan una existencia engañosa, entre caricias transitorias, con seda de silogismo, pero con aspereza de paradoja. Saben de la inteligencia cuanto deben saber, pero no lo abandonan. Hasta les extraña, les parece absurdo renunciar a ka inteligencia para entregarse a una peligrosa gimnasia mística. Encuentran el placer en la desilusión y la desesperanza de la inteligencia, y se dedican a ella como un deporte trágico, superior. Ese hermoso juego filosófico, juego con cadáveres, es en rigor una escapatoria a problemas más hondos. Frente a la tragedia filosófica estos intelectuales se regocijan con la tragedia: danzan delante del drama, olvidándose que su danza forma parte del concierto dramático. Se entregan a un escepticismo optimista. Y con ellos parece que la inteligencia, después de destruirse a si misma, hubiera optado por enamorarse de si misma, por entregarse a toda clase de desordenes amorosos, en elegante pero estéril narcisismo.

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