miércoles, 9 de diciembre de 2009

La Edad Racionalista

De Platón, y por diversas vías, parte y se difunde, en le ancho mundo, el racionalismo: toda filosofía que afirma la realidad como inteligible, que afirma la identidad entre el ser y el pensar. Y es precisamente ese fácil pasaje del ser al pensar que Platón descubrió, y que constituye el fundamento del racionalismo, el que hace posible a Descartes abrir el ciclo racionalista de la Edad Moderna con su clásica afirmación. Bajo la lejana influencia de Platón se organiza en la Edad Moderna el rígido sistema racionalista. Por eso todos los racionalistas, sin perdonar a Aristóteles, pueden ser acusados del platonismo, entendiendo por platonismo una actitud filosófica común, sin vínculos de escuela Hay, sin embargo, una diferencia de alcance entre el racionalismo antiguo y el moderno. No es que el entusiasmo dialéctico y el delirio matemático de la Edad Moderna fueran superiores a los antiguos entusiasmos. Es que mientras el racionalismo griego era fruto de especulaciones hechas un poco al margen de la vida, conversadas, entre paseo y paseo, en la vecindad de los campos de deportes, o elaboradas con paciencia y disciplina conventuales, el racionalismo moderno, en cambio, informó toda la vida moderna, se difundió por todas partes, se convirtió en sutil estructura de la Edad Moderna. Fué el triunfo de la Razón sobre la vida. El racionalismo moderno no permaneció al margen de la vida, como extravagante especulación de los filósofos: por el contrario contaminó la vida y pretendió dirigirla.
La ética racionalista es la mejor muestra de esos afanes: considera las pasiones y los sentimientos como conocimiento oscuro, como ideas oscuras. Y la perfección moral sólo se logra cuando se alcanza un conocimiento de ideas claras. La actividad ética queda sometida, es dirigida por el conocimiento superior de la Razón, por una especie de determinismo intelectual. La perfección del hombre era, pues, un renunciamiento a la condición primera de humanidad: sacrificio de movimientos espontáneos, sujeción a una norma extraña. Porque la Razón, que parece hundir sus raíces en la hirviente y mudable realidad del alma, al elevarse, se separa y conspira contra la existencia misma del alma. El alma es un hacerse continuo de pasiones, imágenes, apetitos y sentimientos: una pura individualidad. La Razón, en cambio, rígida estructura de conceptos y principios universales. Por eso al pretende reducir el hombre a pura racionalidad se corre el peligro de aniquilar al hombre. El principio director del hombre no estaba, pues, para los racionalistas, en el hombre mismo, sino fuera del hombre, por encima del hombre: en la Razón.

Resultado de ese afán por ordenar la vida, por darles formas constantes, por geometrizar la vida en una de las formas más hermosas teorías racionalistas, la teoría del hombre racional. De ella tenemos que partir si queremos comprender el sistema racional, porque sobre la arriesgada suposición de que en todo hombre empírico, individual, en el chino como el francés, en cada uno de nosotros, hay un fondo de universalidad, trabajo toda una ética, una política, una psicología y una literatura. En las novelas de Voltaire, por ejemplo, encontramos a cada momento la influencia de esa concepción. Los salvajes, llenos de virtud, en Voltaire, hablan con perfección y justeza de buenos cartesianos. Y de la misma manera, los árabes y los chinos. Son hombres racionales a los que Voltaire ha prestado una apariencia de vida: ha creado con palabras, alrededor de los esquemas racionales, un falso ambiente vital. Pero a sus salvajes se les nota falta de espontaneidad: son un poco salvajes. Y sus chinos, poco chinos; y sus árabes, poco árabes. Todos se parecen a un único y frió modelo: el hombre racional.
El hombre estaba en contacto, pues, por medio de la Razón, con el centro mismo del mundo. Podía conocer la esencia del mundo, podía pasar fácilmente de lo concreto a lo universal. Los racionalistas se aseguraban así, un fácil conocimiento de las realidades últimas, porque la realidad era inteligible. Y el conocimiento racional era riguroso y absoluto, libre de las deformaciones de toda perspectiva, porque conocer con perspectiva es conocer por un solo lado y a una cierta distancia.
La ciencia moderna fué resultado de esa confianza racionalista en la inteligibilidad de lo real. Por eso Galileo va a la investigación de la naturaleza afirmando que esta escrita en caracteres matemáticos. Pero su investigación no es puro empirismo, no se detiene en el puro dato. Por debajo de una mudable apariencia Galileo supone, con espíritu pitagórico, aunque es un hereje del pitagorismo, una permanente estructura. Toda su investigación se dirige hacia esa ilusoria trastienda. La ciencia moderna siguió el movimiento racionalista de Galileo, y aunque partía de la experiencia, por su afán de hallar leyes ocultas, ocultas estructuras, se convirtió en una especie de ingenua metafísica.

jueves, 3 de diciembre de 2009

-Una Historia del Racionalismo

El racionalismo, el producto más perfecto de la inteligencia, nació en las ciudades griegas, plenas de entusiasmos indisciplinados por la política, el deporte y la guerra. En el centro mismo de aquellos inquietos hormigueros, cultivaron algunos hombres su fe en la razón, en la inmovilidad, en la rigidez. Sólo como histórica paradoja puede entenderse que aquellos filósofos, irónicos, movedizos y entusiastas, negaran algunas de las virtudes más griegas: el movimiento y la perfección física. La sinceridad de Heráclito, un poco contradictoria, al decir que las cosas eran y no eran al mismo tiempo, produjo una gran impresión en sus contemporáneos y en los filósofos posteriores. Heráclito había revuelto el avispero. Se levantaron críticas y protestas, no exentas de pavor intelectual; y se desencadenó por primera vez, en la filosofía, el delirio racionalista del que son las mejores muestras las aporías de Zenón. El mundo sensible estaba para Heráclito en perpetua fuga, tejido con principios y movimientos opuestos. Ante esa escurridiza imagen del mundo, un buen racionalista, que no admite otro movimiento que el movimiento dialéctico, no tiene más camino que aquel que Zenón escogió: entre la razón y el movimiento, Zenón sacrifico el movimiento; entre la evidencia sensible y la evidencia lógica, Zenón prefirió la evidencia lógica; y de la limitación y la rigidez que son para nosotros los vicios más espléndidos del racionalismo, Zenón hizo virtudes.
Aunque los eleatas, poseídos de rabia fría contra Heráclito, son brillante iniciación del racionalismo, solo en Sócrates encontramos el racionalismo maduro. Es el quien nos inicia en el peligroso manejo de las ideas. Con su hablada, laboriosa y malévola propaganda llevó toda la atención filosófica desde las cosas hacia las ideas. Antes de Sócrates, los filósofos eran, ante todo, físicos, enamorados de las cosas; después de Sócrates, los filósofos son enamorados de las ideas. Es importante señalar el profundo cambio que significa la especulación socrática: es el primer paso racionalista, un irse del doloroso contacto de las cosas hacia un reino en apariencia más libre: el mundo de los universales. Es una acentuación universal. Una primera ausencia. Pero Sócrates nunca se aparto definitivamente de lo concreto. Sus ausencias eran transitorias y gustaba siempre de ver realizado lo universal en lo concreto. Hasta podía decirse que no tuvo el valor de su racionalismo.
Con Sócrates aparece también, por vez primera, un método racionalista: el método dialéctico. En la filosofía de Sócrates no pasó de ser una investigación lógica, una cuidadosa, meticulosa consideración de los conceptos y de las consecuencias, absurdas o contradictorias, que implican la afirmación o la negación de un concepto. Pero, cuando Platón, amplificando heroicamente, en todos los órdenes el pensamiento de Sócrates, convirtió por un acto metafísico, de animismo filosófico, los conceptos comunes de Sócrates en ideas trascendentes, el método dialéctico tuvo también un alcance formidable. Se constituyó, entonces, en ciencia, en Dialéctica, y de investigación lógica pasó a ser investigación metafísica. Es necesario comprender lo que significa esa arriesgada actitud de Platón: significa una segunda y definitiva ausencia, la ausencia a la esfera metafísica, a la extendida y alta esfera de las ideas externas. Mientras para Sócrates las ideas estaban en nosotros y, en cierta manera, eran producidas por nosotros, para Platón, en cambio, son las ideas las que producen nuestro pensamiento. Pero Platón, llevado por su delirante afirmación idealista, se encuentra de pronto con que el mundo se le ha duplicado inútilmente, como dirá, depuse, Aristóteles. Platón debe conciliar dos mundos totalmente opuestos: el mundo de las ideas y el mundo de las cosas que, al fin, es el mundo en el que vivimos. Y, consecuente con sus creencias racionales, Zenón no lo hubiera hecho mejor, resolvió el problema a favor de las ideas, sacrificando el mundo de las cosas, haciendo depender el uno del otro. La metafísica como dialéctica es posible, entonces, para Platón, porque el pensar es pensar sobre la realidad misma: es contemplación de las ideas, y las ideas son la absoluta y la definitiva realidad. Platón logra, así, una metafísica lógica, muy parecida, pero más consciente y madura, a la metafísica de Parménides. El ser de Parménides se encuentra dividido, refractado en las ideas externas, y la filosofía de Platón es un retorno politeísmo: un politeísmo abstracto.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

La traición de la inteligencia

Es difícil aventura para mi hacer una historia de las traiciones de la inteligencia, que es casi trágica historia de la inteligencia. Es dolorosa aventura para quien ha conocido sus escondidos placeres, para quien gusta, por paradoja, sus vicios como virtudes. En mis palabras la censura y el enamoramiento van juntos: es amable censura, censura enamorada. Se que estoy en segura prisión, dentro de los elásticos círculos de la inteligencia, preso entre contradicciones y antinomias. Difícil me seria saltar a fuera, tan difícil como querer salirme de mi sombra. Tampoco lo intento, porque mi prisión me encanta. Renunciar a ella es, por ahora, para mí, el máximo sacrificio filosófico en segura prisión, dentro de los elásticos círculos de la inteligencia, preso entre contradicciones y antinomias. Difícil me seria saltar a fuera, tan difícil como querer salirme de mi sombra. Tampoco lo intento, porque mi prisión me encanta. Renunciar a ella es, por ahora, para mí, el máximo sacrificio filosófico.

Esta personal contradicción parecerá extraña solo a quienes no conocen los movimientos de la inteligencia, su capacidad para volverse sobre si misma, y contemplarse y juzgarse; sólo a quienes ignoran que las mejores críticas que se han hecho a la inteligencia son, a la vez, sus mejores obras.

-El Entusiasmo Racional

Durante mucho tiempo los filósofos manejaron la inteligencia ingenuamente, ignorándola, sin conocer los ocultos peligros de andar con arma tan poderosa. Hasta aquí podemos hablar de traición de la inteligencia, porque toda traición a una confianza, a una lealtad, a un deber. Ninguna confianza se había depositado en la inteligencia, puesto que la ignoraba, ninguna lealtad le exigía, ningún deber le era impuesto, salvo sus propios caprichos. Pero la inteligencia era arma de dos filos: nada más fácil, pues, que los filósofos se cortaran las manos. Así fué.
Al descubrir en el espíritu la presencia de ideas, rígidos objetos, sutil moneda, propicia para un seguro y fácil comercio, los filósofos se entregaron al más arrebatado de los entusiasmos. Es el delirio, la locura filosófica que Platón describe hermosamente en el Fedro; es un entusiasmo por las ideas como tales ideas y en especial por aquellas que no tienen rastros sensibles, que son, nada más, ideas: ideas puras. Se entregaron, pues, al juego de las ideas: vieron que era posible pasar de una idea a otra, juntar una idea con otra: descubrieron el pensar. Vieron también que ese pasó de una idea a otra se hacia según rígidos principios: que el pensar tenía leyes. Y acotaron en centro mismo de la inteligencia un dominio bien ordenado en que la inteligencia parecía superarse. Y ese dominio fue la Razón.
Como la inteligencia les ofrecía mayores seguridades que el conocimiento sensible, siempre relativo y contradictorio; como la inteligencia les ofrecía, por su precisión y sutileza, el camino seguro hacia la verdad, los filósofos pusieron toda su fe y su entusiasmo en la inteligencia, en la Razón, con la esperanza de que los llevara a riberas más placidas. El racionalismo se funda pues en esa fe, en ese entusiasmo. Todo el sistema de la Razón con sus finezas, sus perfecciones formales, sus justas demostraciones, sus rígidos principios se nos ocurre hoy vacía y abstracta construcción si nos olvidamos que por debajo de las pruebas y las fundamentaciones había un sistema de creencias, una rigurosa fe en la Razón. Por eso, si consideramos por fuera la Ética de Espinosa, las más perfecta fabrica de la filosofía racional, nos parecerá raro y meticuloso trabajo de tallista de cristales. Pero, en una consideración más detenida y más sutil, poniéndonos dentro de su filosofía, veremos cómo el prolijo y seguro camino de la deducción se carga de contenidos vitales. La Ética de Espinosa no es, entonces, un juego bizantino: es el perfecto fruto matemático de una vida llena de profundas inquietudes y de ocultos movimientos.

El Nacimiento de América

Comentar o escribir sobre nuestra América, resultará siempre tema de actualidad; a menos y de grandes enigmas por descubrir; pues América sigue siendo el continente de la esperanza y por el cual seguimos apostando los americanos. El 12 de Octubre de 1942, es señalado en la historia del mundo como el nacimiento de América.

América existe, y su existencia material revoluciona, originalmente no solo la geografía sino las condiciones de producción y de cambio en el equilibrio económico mundial. Una nueva vida comienza para nuestra América y con ella la afirmación de una nueva realidad histórica. Realidad material y realidad espiritual: América piensa aun con categorías europeas; pero Europa sigue pensando en América.

América solo existe en lo material y tangible; pero la conciencia universal ha incorporado, definitivamente los valores potenciales del mundo. De ahí que una magnifica posibilidad histórica, una forma gigantesca de madurez abierta a todos los nortes, a todas las intensiones del pensamiento y de la acción. Esa fue la niñez de América; pero lo constante, lo afirmativo, lo auténticamente americano, viene después con la integración de la conciencia de América.

Un inmenso yo señala el advenimiento de la conciencia continental. Ya puede hablarse de una raza americana; que por encima de lo español y lo criollo, se sitúa el concepto de la nueva raza. Pues no es ni lo blanco, ni lo negro, ni lo indio lo que en definitiva define a América pues es precisamente, en lo que ata, hermana y confunde el gran mosaico étnico donde radica lo substancial y lo afirmativo del continente.

La conciencia de América engendró la Raza Americana. Más allá de las fronteras de patrias y las limitaciones de clases, se sitúa el común denominador de nuestro mundo. El punto limital donde nuestros recuerdos se confunden, nuestros prejuicios desaparecen, nuestros anhelos se alían y nuestros hombres se hermanan. Allí están representados el pasado de nuestra América y su futuro.

El 12 de Octubre de 1492, marca instante feliz que nace América y comienza a integrarse nuestra personalidad continental. Por lo mismo en dicha fecha celebramos el día de la Raza.

martes, 1 de diciembre de 2009