miércoles, 2 de diciembre de 2009

La traición de la inteligencia

Es difícil aventura para mi hacer una historia de las traiciones de la inteligencia, que es casi trágica historia de la inteligencia. Es dolorosa aventura para quien ha conocido sus escondidos placeres, para quien gusta, por paradoja, sus vicios como virtudes. En mis palabras la censura y el enamoramiento van juntos: es amable censura, censura enamorada. Se que estoy en segura prisión, dentro de los elásticos círculos de la inteligencia, preso entre contradicciones y antinomias. Difícil me seria saltar a fuera, tan difícil como querer salirme de mi sombra. Tampoco lo intento, porque mi prisión me encanta. Renunciar a ella es, por ahora, para mí, el máximo sacrificio filosófico en segura prisión, dentro de los elásticos círculos de la inteligencia, preso entre contradicciones y antinomias. Difícil me seria saltar a fuera, tan difícil como querer salirme de mi sombra. Tampoco lo intento, porque mi prisión me encanta. Renunciar a ella es, por ahora, para mí, el máximo sacrificio filosófico.

Esta personal contradicción parecerá extraña solo a quienes no conocen los movimientos de la inteligencia, su capacidad para volverse sobre si misma, y contemplarse y juzgarse; sólo a quienes ignoran que las mejores críticas que se han hecho a la inteligencia son, a la vez, sus mejores obras.

-El Entusiasmo Racional

Durante mucho tiempo los filósofos manejaron la inteligencia ingenuamente, ignorándola, sin conocer los ocultos peligros de andar con arma tan poderosa. Hasta aquí podemos hablar de traición de la inteligencia, porque toda traición a una confianza, a una lealtad, a un deber. Ninguna confianza se había depositado en la inteligencia, puesto que la ignoraba, ninguna lealtad le exigía, ningún deber le era impuesto, salvo sus propios caprichos. Pero la inteligencia era arma de dos filos: nada más fácil, pues, que los filósofos se cortaran las manos. Así fué.
Al descubrir en el espíritu la presencia de ideas, rígidos objetos, sutil moneda, propicia para un seguro y fácil comercio, los filósofos se entregaron al más arrebatado de los entusiasmos. Es el delirio, la locura filosófica que Platón describe hermosamente en el Fedro; es un entusiasmo por las ideas como tales ideas y en especial por aquellas que no tienen rastros sensibles, que son, nada más, ideas: ideas puras. Se entregaron, pues, al juego de las ideas: vieron que era posible pasar de una idea a otra, juntar una idea con otra: descubrieron el pensar. Vieron también que ese pasó de una idea a otra se hacia según rígidos principios: que el pensar tenía leyes. Y acotaron en centro mismo de la inteligencia un dominio bien ordenado en que la inteligencia parecía superarse. Y ese dominio fue la Razón.
Como la inteligencia les ofrecía mayores seguridades que el conocimiento sensible, siempre relativo y contradictorio; como la inteligencia les ofrecía, por su precisión y sutileza, el camino seguro hacia la verdad, los filósofos pusieron toda su fe y su entusiasmo en la inteligencia, en la Razón, con la esperanza de que los llevara a riberas más placidas. El racionalismo se funda pues en esa fe, en ese entusiasmo. Todo el sistema de la Razón con sus finezas, sus perfecciones formales, sus justas demostraciones, sus rígidos principios se nos ocurre hoy vacía y abstracta construcción si nos olvidamos que por debajo de las pruebas y las fundamentaciones había un sistema de creencias, una rigurosa fe en la Razón. Por eso, si consideramos por fuera la Ética de Espinosa, las más perfecta fabrica de la filosofía racional, nos parecerá raro y meticuloso trabajo de tallista de cristales. Pero, en una consideración más detenida y más sutil, poniéndonos dentro de su filosofía, veremos cómo el prolijo y seguro camino de la deducción se carga de contenidos vitales. La Ética de Espinosa no es, entonces, un juego bizantino: es el perfecto fruto matemático de una vida llena de profundas inquietudes y de ocultos movimientos.

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