De Platón, y por diversas vías, parte y se difunde, en le ancho mundo, el racionalismo: toda filosofía que afirma la realidad como inteligible, que afirma la identidad entre el ser y el pensar. Y es precisamente ese fácil pasaje del ser al pensar que Platón descubrió, y que constituye el fundamento del racionalismo, el que hace posible a Descartes abrir el ciclo racionalista de la Edad Moderna con su clásica afirmación. Bajo la lejana influencia de Platón se organiza en la Edad Moderna el rígido sistema racionalista. Por eso todos los racionalistas, sin perdonar a Aristóteles, pueden ser acusados del platonismo, entendiendo por platonismo una actitud filosófica común, sin vínculos de escuela Hay, sin embargo, una diferencia de alcance entre el racionalismo antiguo y el moderno. No es que el entusiasmo dialéctico y el delirio matemático de la Edad Moderna fueran superiores a los antiguos entusiasmos. Es que mientras el racionalismo griego era fruto de especulaciones hechas un poco al margen de la vida, conversadas, entre paseo y paseo, en la vecindad de los campos de deportes, o elaboradas con paciencia y disciplina conventuales, el racionalismo moderno, en cambio, informó toda la vida moderna, se difundió por todas partes, se convirtió en sutil estructura de la Edad Moderna. Fué el triunfo de la Razón sobre la vida. El racionalismo moderno no permaneció al margen de la vida, como extravagante especulación de los filósofos: por el contrario contaminó la vida y pretendió dirigirla.
La ética racionalista es la mejor muestra de esos afanes: considera las pasiones y los sentimientos como conocimiento oscuro, como ideas oscuras. Y la perfección moral sólo se logra cuando se alcanza un conocimiento de ideas claras. La actividad ética queda sometida, es dirigida por el conocimiento superior de la Razón, por una especie de determinismo intelectual. La perfección del hombre era, pues, un renunciamiento a la condición primera de humanidad: sacrificio de movimientos espontáneos, sujeción a una norma extraña. Porque la Razón, que parece hundir sus raíces en la hirviente y mudable realidad del alma, al elevarse, se separa y conspira contra la existencia misma del alma. El alma es un hacerse continuo de pasiones, imágenes, apetitos y sentimientos: una pura individualidad. La Razón, en cambio, rígida estructura de conceptos y principios universales. Por eso al pretende reducir el hombre a pura racionalidad se corre el peligro de aniquilar al hombre. El principio director del hombre no estaba, pues, para los racionalistas, en el hombre mismo, sino fuera del hombre, por encima del hombre: en la Razón.
Resultado de ese afán por ordenar la vida, por darles formas constantes, por geometrizar la vida en una de las formas más hermosas teorías racionalistas, la teoría del hombre racional. De ella tenemos que partir si queremos comprender el sistema racional, porque sobre la arriesgada suposición de que en todo hombre empírico, individual, en el chino como el francés, en cada uno de nosotros, hay un fondo de universalidad, trabajo toda una ética, una política, una psicología y una literatura. En las novelas de Voltaire, por ejemplo, encontramos a cada momento la influencia de esa concepción. Los salvajes, llenos de virtud, en Voltaire, hablan con perfección y justeza de buenos cartesianos. Y de la misma manera, los árabes y los chinos. Son hombres racionales a los que Voltaire ha prestado una apariencia de vida: ha creado con palabras, alrededor de los esquemas racionales, un falso ambiente vital. Pero a sus salvajes se les nota falta de espontaneidad: son un poco salvajes. Y sus chinos, poco chinos; y sus árabes, poco árabes. Todos se parecen a un único y frió modelo: el hombre racional.
El hombre estaba en contacto, pues, por medio de la Razón, con el centro mismo del mundo. Podía conocer la esencia del mundo, podía pasar fácilmente de lo concreto a lo universal. Los racionalistas se aseguraban así, un fácil conocimiento de las realidades últimas, porque la realidad era inteligible. Y el conocimiento racional era riguroso y absoluto, libre de las deformaciones de toda perspectiva, porque conocer con perspectiva es conocer por un solo lado y a una cierta distancia.
La ciencia moderna fué resultado de esa confianza racionalista en la inteligibilidad de lo real. Por eso Galileo va a la investigación de la naturaleza afirmando que esta escrita en caracteres matemáticos. Pero su investigación no es puro empirismo, no se detiene en el puro dato. Por debajo de una mudable apariencia Galileo supone, con espíritu pitagórico, aunque es un hereje del pitagorismo, una permanente estructura. Toda su investigación se dirige hacia esa ilusoria trastienda. La ciencia moderna siguió el movimiento racionalista de Galileo, y aunque partía de la experiencia, por su afán de hallar leyes ocultas, ocultas estructuras, se convirtió en una especie de ingenua metafísica.
miércoles, 9 de diciembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario